Es uno de los boliches más antiguos que van quedando en el departamento Paraná. Ubicado frente a la plaza principal de Pueblo Moreno y en una esquina que pareciera detenida en el tiempo, el almacén de José Ángel Basso es un espacio donde la vida fluye cansina como el atardecer que va llegando, donde las tradiciones del campo se hacen visible en la típica bombacha gaucha y las alpargatas del parroquiano que toma una copa, y en la charla pausada, ese intercambio amable con el responsable de este santuario de rituales y hábitos de un pasado que se conserva.
Pueblo Moreno está a 50 kilómetros de Paraná, por la ruta nacional 12, y hoy integra el municipio de Cerrito. Pero sigue siendo una comarca con memoria, tanto en sus habitantes como en las calles que preservan su identidad, historias de vecinas y vecinos destacados en la señalética urbana, como “Cirilo Alcorce” y “Vda. de Zaccagnini e Hijos”, la esquina donde está el boliche de José Ángel Basso, un pedacito de la antigua ruralidad argentina que resiste estoica y obstinada.
Con 95 años cumplidos en diciembre y que fue festejado por la comunidad, el hombre de la memoria prodigiosa, que recuerda el pasado y elige el presente, que prescinde de la calculadora y suma con lápiz y papel, es hoy el custodio de uno de los negocios más viejos de la zona, referencia insoslayable a la hora de hacer las compras, sea de alimentos, artículos de limpieza o de un rulemán para la motocicleta. Un “ramos generales” bien puesto, con estanterías muy surtidas donde podemos encontrar de todo, y atendido por su afable dueño, una singularidad en tiempos del delivery o take away.
En nuestra visita lo sorprendimos actualizando los precios en las estanterías. “Ahora hay que hacerlo todas las semanas, lo que antes no ocurría” se lamenta. A lo largo de los años, el almacén ha sido una suerte de barómetro social, un lugar donde el costo de los productos se mantenía estable y las libretas de crédito se llenaban con la confianza de que, mes a mes, todo seguiría igual. Don José recuerda cuando “los impuestos se pagaban una vez al año, sin intereses, reflejando una época donde la estabilidad era la norma, no la excepción”.
De hablar pausado don Basso nos dice que el lugar “tiene 100 años bien puesto, y yo hace más de 70 que estoy detrás del mostrador” indica, a modo de presentación personal y también del lugar al que ha dedicado su vida, mientras se disgusta por tener que cambiar los precios de los productos tan seguido, “sino fuiste”. Un 20 de junio de 1950 don José tomó las riendas de lo que era entonces un humilde kiosco, un espacio reducido donde se compartía la vida y los sueños de un pueblo en crecimiento. Esfuerzo y pujanza transformaron aquel kiosquito en un bar y, finalmente, en un almacén de ramos generales, que se mantiene abierto y competitivo, con repuestos para motos o bicicletas que cuelgan del techo que le dan una estética singular, a la vez que satisface a la fiel clientela del lugar. “Si busca algo, don Basso lo tiene”, nos comenta un leal vecino de Pueblo Moreno.
Papel y lápiz
El emblemático almacén no solo ha protagonizado su propia evolución, sino también el progreso de una sociedad. Antes, en Pueblo Moreno, como en tantos otros rincones del país, “la vida era más dura y la jornada laboral se extendía de sol a sol, y las comodidades modernas eran un lujo inimaginable” nos recuerda el bolichero. “La aparición de Juancho (Juan Domingo Perón) y sus cambios en materia laboral marcó un antes y un después en la vida de la gente. Por entonces se trabajaba a lo bicho, sin un día de descanso, eso no era vida” sentencia, con la autoridad que le da la experiencia de un recorrido por tantas estaciones de la historia.
Un cliente ingresa al salón e interrumpe la entrevista. “Buenas tardes don Basso. Podrá ser una garrafa de 10, una coca, un paquete de galletitas dulces y un kilo de yerba”. El hombre pasa detrás del mostrador con confianza y levanta el envase de gas, mientras el almacenero busca el resto del pedido. Una calculadora y una antigua máquina registradora son testigos, junto con el cronista, del cálculo sobre el papel de la reciente venta. “Tengo la caja registradora, pero hago los números de cabeza, ya estoy acostumbrado. Hay que mantener entrenado el cerebro” desliza y sugiere, mientras mira el celular en el que registramos nuestra charla.
Retomamos la conversación en el punto donde habíamos dejado y sobre el que quiere seguir. A sus 95 años y pese las incontables turbulencias de la historia reciente, don Basso reniega de plano de la frase todo tiempo pasado fue mejor. “No, para nada, no quisiera volver a esas épocas”. Y rememora con un ejemplo la forma de trabajar. “En el molino Zaccagnini se laburaba desde que aclaraba hasta que anochecía. Con Perón se impuso el horario de 10 horas como jornada. Y se quejaban que les quedaba mucho tiempo libre (se ríe). Y después, a los dos años, se comenzó con el trabajo de 8 horas. Ya nadie dijo nada”, recuerda de aquellos años. “Había mucha, pero mucha gente pobre, y algunos ricos. Se trabajaba por lo que te daba el patrón, y si no te gustaba te echaban y andá a quejarte a mongo”. Inapelable.
— ¿Qué le ha dado estar detrás del mostrador?
“El almacén y el mostrador es receptor de todas las noticias, las del barrio y de la zona. Siempre viene gente que comparte sus cosas. Uno se entera de todo. Más que clientes son amigos, personas confiables por supuesto”. Un dictamen simple que eleva al almacén de su condición de negocio al lugar del encuentro social, donde la charla y el compartir la cotidianeidad de la vida edifican el culto a la amistad.
La charla discurre mientras don Basso atiende con parsimonia a chicos que llegan con una pelota de fútbol luego de intenso partido, suponemos. “Una Manaos de naranja” solicitan. Un par de mesas en el interior esperan por los parroquianos, aunque la juntada se está dando afuera. “Una cerveza don Basso” pide un joven con camisa grafa, pantalones de trabajo y las infaltables alpargatas. Las bebidas que se vendían en el almacén son un espejo de los tiempos: “Antes se tomaba caña, anís, grapa con miel, servidos en vasitos que todavía conservo, son reliquias de una época pasada” recuerda el bolichero, mientras acerca un par de vasos. Una heladera comercial, con las caras de Messi y Maradona, unos calcos de River Plate y Unión Agrarios Cerrito en una de sus seis puertas, conserva bien frías las bebidas.
Pueblo Moreno, en aquellos tiempos, era tan solo un esbozo de lo que es hoy. Don José recuerda, con una mezcla de nostalgia y orgullo, como poco a poco fue expandiendo su negocio, un reflejo del desarrollo que vivía el pueblo y sus alrededores, tierra de inmigrantes hablando en su lengua.
“Muchos alemanes, algunos italianos como nosotros, españoles, y turcos como los Yaryez”, el crisol de los que llegaron a esta zona de Entre Ríos, que convergen en este espacio de encuentro que es su almacén. Y aunque los tiempos han cambiado, y la inflación y la inestabilidad de precios han complicado la tradición de las libretas de crédito, la esencia del boliche permanece intacta. “Teníamos 50 o 60 libretas, donde las familias anotaban lo que llevaban. Se pagaba al mes, a los 45 días, dependía de cuándo cobrara el cliente. El precio de diciembre era el mismo que en enero” memora. “Hoy es imposible, con aumentos diarios, no se puede”.
Uno de los últimos
Quedan pocos boliches como el de Pueblo Moreno. El despoblamiento del campo, los autoservicios y nuevos hábitos sociales fueron implacables con estos establecimientos. “Estaba Fontana, en el Tala, y otro por Colonia Nueva. Los dos dejaron, creo que estoy quedando yo”, nos dice casi resignado, mientras despacha otra cerveza bien fría para aplacar la sed de los parroquianos que se han juntado en la vereda en unas banquetas de madera, pero con asientos de totora bien tejida por Jorge Silvestre, el artesano del pueblo.
El sol se despide junto con el atardecer. La historia del almacén de Don José Basso es la historia de una comunidad muy pequeña, pero en un sentido más amplio, de la Argentina rural. Es la crónica de un hombre que ha visto pasar casi todo por la puerta de su negocio y que, con cada venta, cada anécdota y cada apretón de manos, ha entretejido lazos que hoy lo unen a las nuevas generaciones.
Nos despedimos. Estamos en la esquina donde los carteles recuerdan a vecinos destacados. Una camioneta pasa y gira hacia el camino que lleva hacia la ruta 10, camino a María Grande. Su conductor saluda a quienes toman cerveza en la vereda del almacén de don Basso, este centenario punto de encuentro donde se arriman por las tardes para compartir una copa y la charla, con los temas del día, rituales de estos santuarios del campo entrerriano cargados de historias, de los pocos que nos van quedando y que vale la pena conocer.
Guido Emilio Ruberto / Campo en Acción
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