Una esquina clásica del campo entrerriano. El viejo almacén de los Capellino está allí, en ese cruce de caminos del distrito que lleva el nombre del majestuoso arroyo Doll, en el departamento Diamante. Con sus puertas siempre abiertas y con una rica historia para contar, cuando el mundo rural palpitaba con aquellas familias que iban llegando para trabajar estas tierras, recreando sueños y dejando atrás frustraciones.
La historia de almacén Capellino comienza en 1938 pero antes hubo otros dueños y la fecha estimada de fundación es el lejano 1870. “Mi abuelo Julio y mi ti abuelo, Santiago Capellino, lo compraron en el ‘38”, nos cuenta Julio, hijo de Hidelberto y tercera generación al frente del boliche de campo. Testigo de un relato singular que valdría la pena documentar es el nombre estampado en lo más alto de la ochava del edificio: “Almacén El Indio”, tallado en los ladrillos y con cientos de lluvias y vientos encima persiste tozudo allá arriba. Debajo, una puerta de chapa más moderna que la antigua casona y un cartel que reza “Bienvenidos. Almacén y Bar Capellino”.
“El almacén está igual. Mi papá tenía la carnicería pegada, y mi tío abuelo atendía el almacén. Yo me críe acá, conociendo a esos viejos clientes… ya no queda ninguno” memora el heredero de la historia familiar, apuntando que la carnicería familiar –que se encuentra intacta- cerró en el 2003 luego de funcionar durante 64 años.
Italianos de la región de Bologna, los Capellino embarcaron como tantos otros inmigrantes con rumbo a América, empujados por las necesidades y la esperanza que nunca se pierde. El periplo familiar para llegar a estas tierras incluyó un paso por Francia, donde nació Esteban “Teo” Capellino, el bisabuelo que inició la historia del almacén en la campiña diamantina, donde habitaban hombres y mujeres acostumbrados a las tareas agrícolas rudas, a una ganadería que aportaba al sustento, a una avicultura que por entonces ayudaba más a la alimentación de cada día.
La ruralidad al palo
Dos postes de quebracho ofician como una suerte de portal sobre la esquina de estos dos caminos, flanqueando un par de escalones que conducen hacia la puerta que mira al sudeste del bolicho de Capellino. Nos imaginamos al criollo llegando en el zaino, con su apero completo y atando al poste al animal, que esperará el tiempo que sea en ese ritual campero único y casi extinguido. Hoy son las chatas embarradas pero con patentes bien nuevas o las bicicletas de los modernos ciclistas con sus trajes de neopreno, cascos y lentes parasol lo que estaciona en el lugar.
Mucho ha cambiado, es cierto. Pero ingresar al almacén nos sigue introduciendo en aquel tiempo más pausado, con otra intensidad y menos urgencias, quizás. Donde somos recibidos en el ancho y viejo mostrador de madera, gastado de tantas y tantas manos que se han apoyado y levantado una copa a lo largo de los años. Como todo buen despacho de bebidas, el sector del mostrador para servir la copa está recubierto por una gruesa chapa con bordes que impiden que los líquidos lleguen al piso.
“Siempre se junta gente por las noches, los vecinos de la zona. Con el tema de la pandemia los horarios se han acortado, dependiendo de las restricciones hemos cerrado a las 6 de la tarde o a las 8. Pero cuando se puede, todas las noches hay una truqueada, se hacen unos chorizos a la parrilla y se arma la juntada” cuenta Julio.
Y en esa juntada se rinde justo homenaje a la cultura que no se pierde, que se hace presente entre otros, con dos habitués: Hernán Frank en el acordeón y el payador Alesio Schollmann, que le pone en sus décimas el relato a estos encuentros donde el objetivo es mantener viva la ruralidad sin tiempo ni exigencias horarias.
Pero sigamos recorriendo lo de Capellino. En las estanterías, de recia madera que van hasta el techo, se exhiben los productos esenciales para salir del paso. Aceites, yerba, fideos, elementos de limpieza, mayonesa…y un curioso letrero redondo de vidrio con la sigla de YPF, la petrolera estatal. “Hubo un tiempo donde teníamos despacho de combustible, pero hubo que retirar todo por cuestiones de seguridad” señala Julio, que anda intentando recuperar un viejo surtidor para recrear el frente del viejo almacén, como lo pintó el artista Juan Chaparro.
Sigamos. Allá en lo alto de las estanterías se observan también unos calentadores Bram Metal y un antiguo farol cuelga desde lo alto, con una bombilla eléctrica que ilumina las mesas donde los parroquianos se reúnen en los rituales camperos. Una balanza marca “Andino” de un plato y en perfecto funcionamiento, un par de mesas para el truco, el trago y la picada completan el salón. Un viejo televisor agarrado a un soporte puede desafinar un poco para el visitante, pero es parte de la vida, como la mesa de metegol donde el fútbol también late.
“El almacén fue de ramos generales, tenía de todo lo que por entonces se necesitaba. Y las mercaderías para abastecer a las familias se traían en carro desde Diamante. Mucho después logró comprarse un camión pequeño marca Ford” recuerda. Como en otros establecimientos similares en la provincia, la mayoría de las familias traían su producción que entregaban al almacén en un intercambio por alimentos: “Me acuerdo que entregaban cajones con huevos y retiraban mercaderías”.
Los recuerdos de caballos, carros y algunos tractores afloran en la conversación. “Todo era camino de tierra, no hace tanto que tenemos broza” dice Julio, que junto a su compañera Dolly están al frente del negocio y hacen “de todo un poco para sobrellevar la pandemia” indica, sobre comidas que ofrecen para aliviar la situación económica.
Presente y futuro
Lo de Capellino integra el circuito turístico “Huellas de Costa Grande”, que se constituyó a partir de otros dos almacenes – Ecclesia y Rodríguez -, el museo de campo de Edgardo Stürz y sitios para alojarse, como “El Descanso”. Todos forman parte de un espacio que se retroalimenta y que vuelve a convocar –con los cuidados que impone la pandemia - cada fin de semana a numerosos visitantes, muchos ciclistas, muchos, que llegan desde pueblos y ciudades vecinas a compartir las vivencias de estos lugares donde el tiempo está en pausa.
Cómo llegar
Para quienes se les despierten las ganas de visitar el viejo almacén diamantino las referencias para llegar son las siguientes, tomando como punto de partida la ciudad de Paraná: Por la Ruta Nacional 11, pasar el acceso a Diamante y en el kilómetro 66 doblar a la izquierda (a la derecha es el ingreso a La Yunta o Las Masitas, como muchos la conocen). De ahí son 8 y medio kilómetros de un camino embrozado que recorre de forma un tanto caprichosa la zona. Hay que pasar frente a la escuela N° 21 Florentino Ameghino y seguir a la vera de un arroyo y con una galería de árboles singular. Si hace mucho que no llueve circule despacio y disfrute del paisaje, la broza se vuelve un talco, vuela con la brisa y es bastante molesta.
Cuando llegue a lo de Capellino trate de poner su cabeza en sosiego, escuche los ruidos y también los silencios, perciba el olor a pan casero, pida una picada de queso, mortadela y salame casero, levante la copa y brinde por la vida.
Guido Emilio Ruberto / Campo en Acción
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