Hay que recorrer rutas y caminos para llegar hasta un singular emprendimiento hotelero en lo profundo de la selva montielera. A casi 230 kilómetros de la capital entrerriana y unos 30 más al norte de la ciudad de Federal, se construye una posada en medio del campo con un profundo vínculo y respeto con la naturaleza casi virgen que la rodea. Una invitación a conocer el lugar nos permite ser testigos de un proyecto poco común, único en la provincia.
Abel Vera es el protagonista de esta historia, un federalense que hace muchos años vive en la ciudad de Paraná. Pero como siempre se dice, el lugar de origen es como un imán en la vida, en los afectos, en los recuerdos y en las sensaciones. Es por eso que hace algún tiempo y luego de algunos años de evaluación, comenzó con una inversión tan particular como personal: La construcción de un hotel en plena selva de Montiel, a unos treinta kilómetros de la ciudad de Federal, en el distrito Francisco Ramírez o Paraje El Gato, como lo conocen los lugareños.
El proyecto lleva el nombre de “Hotel de Campo Luisito”, un homenaje a un hijo de Abel que falleció hace pocos años. El futuro hospedaje se construye con todas las comodidades y con accesibilidad, pero con una prioridad: la absoluta armonía con el entorno natural, en un espacio geográfico que pronto será vecino del futuro parque nacional que está planeado para el norte provincial.
Una invitación a compartir la inauguración de la parrilla y con un cordero, el mejor manjar que ofrece Federal, fue el incuestionable y tentador disparador de un viaje a un territorio que por obra y gracia de algunas decisiones inteligentes se sigue conservando casi intocado. La Selva de Montiel, con sus palmares mixtos de especies como yatay y carandilla, además de más de 300 especies de aves entre las que se destacan el cardenal amarillo, el ñandú y el capuchino de pecho blanco.
Llegar hasta el hotel de Campo Luisito es la primera aventura en este viaje, cuando uno abandona la comodidad de la ruta nacional 127 y toma a la izquierda por un camino de tierra que parece haber sido trazado por la misma naturaleza, con sus curvas y rectas que nos van adentrando en un mundo poblado de algarrobos negros o blancos varias veces centenarios, de ñandubay, de quebracho y espinillos, brea, talas, sombra de toro y guayabo, además de las palmeras antes descritas. La flora de la zona nos impacta con sus múltiples aromas y colores.
El sueño loco de un hombre
Un tranquerón de alambrado liso y un poco más allá un pórtico de rejas nos recibe, luego de transitar 7 kilómetros de tierra, pero falta recorrer unos 400 metros más desde el camino para llegar hasta el imponente Hotel de Campo, donde se trabaja con intensidad para llegar en diciembre a la preinauguración con familiares y amigos, luego de seis intensos meses de labor para levantar cada poste, cada tirante y todo lo que conlleva un construcción de esta magnitud que asombra por el entorno natural impactante.
“La primera inversión la hizo la naturaleza, la parte nuestra es respetar el entorno nativo” nos dice Abel Vera al recibirnos. “Respetar” será la palabra más utilizada por el responsable de este singular proyecto que está llegando al final de su recorrido. La charla sucede luego de adentrarnos medio kilómetro más y caminando a un paisaje privilegiado, en el interior profundo del monte que rodea al hotel y de una belleza impactante, un imponente monte de guayabos de cientos de años que ofrece todo su esplendor y su notable frescura en este día caluroso que adelanta el verano. Los árboles, de 30 o 40 metros de altura, generan un microclima particular en el que los sonidos de los pájaros se combinan con el silbido del viento, una sinfonía que produce paz en los espíritus que por allí caminan. “Es el monte de guayabos más grande de la Argentina” nos confirma.
Las miradas de quienes caminos por un sendero apenas marcado van hacia lo alto para observar las curiosas formas que adoptan las ramas para desarrollarse. No dejamos de asombrarnos de estos árboles, no hay uno igual al otro y tienen una corteza lisa, similar al de los arrayanes del sur cordillerano. “Si no hubiera habido esto no sé si avanzábamos con este proyecto” nos dice. El monte de guayabos será parte de uno de los cuatro senderos que se podrán recorrer y está ubicado a unos quinientos metros del alojamiento. El camino que hay que andar incluye todas las especies forestales de la selva más el cruce del arroyo Maciel por una suerte de puente de troncos que exige equilibrio y le pone un divertido vértigo al paseo, mucho más cuando nuestra presencia es observada por dos curiosos carpinchos que apenas se inmutan por la presencia de otras especies, humanas en este caso…
“Cuando éramos chicos nadábamos en el arroyo. Nos tirábamos al agua desde las ramas de los guayabos” nos dice con cierta nostalgia de una lejana infancia en estos campos que siempre fueron de la familia y que hace unos años volvieron a formar parte de la propiedad de Abel. “Estuve treinta años sin visitar este lugar” desliza. El tiempo no solo le dio la oportunidad de volver sino de hacer realidad un sueño que tiene los condimentos propios de aquellos quijotes que enfrentan siempre a los molinos de vientos.
“Todo lo que se ve de la construcción se ha hecho con maderas recicladas. Son troncos macizos, la energía eléctrica para el agua, para la iluminación, todo es natural, lo genera el sol, el viento” expresa con entusiasmo. Un poco más allá de la zona donde se instalaron los paneles solares está prevista una piscina desde la que se podrán observar el espinal típico de la eco-región además de garzas y otras cientos de aves que tienen aquí su hábitat.
El hotel y el monte
Los trinos de las aves son la sinfonía permanente en la recorrida por el complejo. Pero hablemos del hotel. El ingreso a la enorme cabaña, donde un conjunto de obreros venidos de Misiones le dan los últimos retoques a las primeras 4 habitaciones en suite -la idea final es contar con 10 cuartos–, se realiza por la rampa accesible o subiendo un par de escalones y por una gran puerta que es una obra de arte en sí misma, con vitrales en una composición de figuras y colores que representan el medio ambiente singular de la región, pintados o recubiertos con esmaltes, garzas, carpinchos, patos y árboles típicos se recrean en una pintura surrealista.
Cada habitación tiene treinta metros cuadrados con su baño y la opción de una cama individual. Un gran estar que oficiará de amplio living y comedor más una gran cocina nos permite imaginar aromas de exquisitos platos elaborados con la producción de la granja. Por lo pronto podemos observar en la parrilla a uno de los mejores corderos de la comarca que se sigue asando, para ponerle sabor a la visita y dejar inaugurada oficialmente la churrasquera en este sitio extraordinario de Entre Ríos que tenemos el placer de conocer.
“Todos los alimentos los vamos a producir acá, en la huerta, en la plantación de cítricos, en el horno para hacer pan, en los potreros donde tenemos corderos, chivitos, el tambo y la apicultura que también vamos a tener muy pronto. En la granja con gallinas, pollos, gansos. Lo que no se pueda producir acá se traerá, pero con los mismos requisitos” sostiene enfático.
“Estamos convencidos que hay un sector que hace turismo y que encontrará en este lugar algo especial, único e irrepetible” nos cuenta Abel, agregando otros atractivos ya pensados como cabalgatas, carruajes o sulkys para pasear, tres o cuatro senderos para recorrer el monte profundo, cruzar el arroyo, disfrutar de la flora y la fauna “con respetoso cuidado, de eso se trata” subraya apasionado. Nosotros agregamos que no muy lejos, en el Paraje Loma Limpia, está la pulpería de Aníbal Valdéz, un reducto del campo que ha logrado persistir y donde en cada atardecer se encuentran los paisanos para compartir una copa y hablar sin celulares.
El sendero que vamos transitando nos sigue mostrando huellas de carpinchos y de otras faunas ¿Guazuncho? Sí, es muy probable, es propio de la región. También aseguran que los ojitos del yacaré overo se dejan ver en el Maciel, ese curso de agua donde nadaba Abel de niño pero que se pone bravo con las grandes lluvias, dejando su cauce habitual para desbordar por el monte cercano. “Es muy lindo verlo crecido” aporta Ariel Rodríguez, un inquieto conocedor y divulgador de la historia del departamento Federal que nos acompaña.
“Lo principal que van a encontrar los que nos visiten será paz. Mucha paz” nos dice Abel, mientras las chicharras se suman al coro de zorzales, teros y otras aves que nos acompañan en la frescura increíble debajo de los guayabos, donde debe haber unos 10 grados menos que en otros lugares del monte. “En invierno pierde el follaje y el lugar es cálido. En el verano tiene esta frescura impresionante” nos comenta el propietario de este loco sueño que es el hotel de campo Luisito.
Un enorme algarrobo negro nos brinda un poco de sombra al salir del monte de los guayabos cuando llega Claudio a caballo para avisarnos que el cordero está en su punto ideal, una buena excusa para empezar a volver y ser cómplices de la inauguración de la parrilla. “Pasaron treinta años sin regresar a ese lugar. Está más lindo que nunca” nos dice Abel Vera, el autor de un proyecto singular que crece en armonía con el entorno de la selva montielera, cercano a ese monte de guayabos centenarios que le dan al lugar el toque mágico y maravilloso, una ofrenda de la naturaleza que vale la pena conocer.
Guido Emilio Ruberto / Campo en Acción
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