
El boliche cerró sus puertas hace ya mucho tiempo. Hoy, una coqueta casa quinta de paredes de un rojo intenso, cubierta por lapachos y pinos, guarda los recuerdos de otras épocas en ese cruce de caminos cargados de nostalgia, donde todavía transitan quienes buscan unir Villa Urquiza con Paraná a través de la balsa a maroma, administrada por los herederos de don “Caluncho” Cardenia.
Entre esas huellas intangibles, levantando polvo en verano y patinando en el barro típico del invierno, funcionó durante décadas un almacén rural que fue mucho más que un centro comercial. “Lo de Welschen”, como se lo conoció desde 1960 —aunque su historia comenzó antes— hasta su cierre definitivo en 2007. Una esquina del campo entrerriano que aún late en la memoria colectiva de una amplia comunidad del departamento Paraná.

Allí, cerca de la zona de La Balsa, donde el río Paraná se adivina hacia el oeste y los espinillos florecen cada septiembre, se levantaba este edificio sobrio y señorial. Desde lejos lo delataban el molino de viento —que aún permanece en pie—, la galería de árboles al frente y el ancho patio de tierra que hacía de antesala a las fiestas, las bochas y partidas de truco interminables, la excusa perfecta para el encuentro social de la gente de campo.
De los Pross y Cavenaghi a los Welschen
Antes de que la familia Welschen lo convirtiera en un verdadero centro social, el edificio había pertenecido a los Pross y más tarde a Velio Cavenaghi, apellidos que marcaron épocas en la zona. Fue en febrero de 1960 cuando Rafael Darío Welschen, junto con su cuñado Dámaso Girard, se hizo cargo del negocio.
No se trataba de abrir un simple almacén de ramos generales. En aquella época, cada objeto, cada bolsa de harina, cada par de alpargatas o lata de galletitas traía consigo una historia. La familia Welschen entendió desde el inicio que el almacén debía ser, además de abastecimiento, refugio y lugar de encuentro.

Antiguas fotografías nos muestran la balanza de platos que brillaban sobre el mostrador de madera lustrada. Detrás, los estantes se alineaban con botellas, fideos, yerba, kerosene, jabones y caramelos. En las paredes, carteles descoloridos de marcas rurales completaban la postal. Afuera, un patio amplio con molino, aljibe y sombra de árboles se convertía en escenario de eventos culturales inolvidables.
Un centro social de puertas abiertas
El Almacén Welschen no era solo un comercio: era vida social en estado puro. Al caer la tarde, cuando los hombres regresaban de la faena, se acercaban a “hacer los mandados”, pero en realidad buscaban algo más: la charla compartida, la copa de vino, la broma pícara o el consejo de un vecino.
Las fotos antiguas lo muestran con claridad: hombres sentados alrededor de una mesa de truco, sonrisas abiertas y miradas cómplices mientras el mazo de cartas pasa de mano en mano. La simpleza de esos momentos revela la esencia del lugar: una comunidad reunida en torno a la amistad.
Daniel Welschen, hijo de don Darío, recuerda que mucha gente se iba a trabajar a otras provincias, a la zafra. “Volvían y el almacén era el lugar para el encuentro, para hacer las compras que se anotaba. Siempre hubo libreta, siempre”.
En una de las imágenes se distingue el mostrador colmado de mercaderías y, detrás de él, Don Darío, con la sonrisa franca de los hombres de campo. A su lado, los vecinos, mate en mano, conversaban como si el tiempo no tuviera apuro. Ese clima de cercanía y confianza era lo que distinguía al almacén.
Truco, bochas y bailes bajo las estrellas
Almacén de ramos generales y bar como se las denominaba antes, famoso por su pista de baile, lugar convocante de populares carreras cuadreras, sede para la disputa de partidos de futbol, infaltable cancha de bochas donde relucía la blancura de las alpargatas especialmente preparadas para este ceremonioso deporte y una mesa de billar que reunía a la muchachada a su alrededor.
“Si había algo que definía al almacén, era el truco. Si no había truco, no era boliche”, recuerda con nostalgia Daniel. Y tenía razón. Entre aquellas paredes y bajo la luz tenue de un farol a kerosene, las noches se prolongaban entre risas que estallaban cuando alguien cantaba falta envido con descaro, o cuando un veterano se llevaba la partida con un amague de carta oculta. Allí se mezclaban generaciones y se reforzaban los vínculos de estas comunidades rurales entrerrianas.

Los sábados eran especiales: la pista de baile se armaba en el patio, con tablones improvisados y la música de algún acordeón o guitarra que ponía ritmo a las parejas. No faltaban las guitarreadas ni las anécdotas al pie del molino. El eco de esas voces todavía parece vibrar en la memoria de los lugareños. El almacén era escenario de todas las emociones posibles, un espacio donde la vida se celebraba sin protocolos.
La cultura también tenía lugar
Lejos de ser un espacio meramente recreativo, el Almacén de Welschen también supo ser un espacio cultural. Y lo más memorable fue la presencia de las compañías teatrales de LT 14 Radio General Urquiza, la estación de radio de amplitud modulada que en varias oportunidades transmitieron desde el almacén radioteatros que aún hoy se evocan con brillo en los ojos. Esa mezcla de radio, teatro y comunidad convertía al almacén en un lugar único: un punto de encuentro donde el campo y la cultura se abrazaban.
“Allí se montaban escenarios para representar obras de teatro que movilizaban a toda la colonia”, recuerda Daniel, y menciona a Bernardo de Bustinza, la obra “El Gaucho Hormiga Negra”, o Jorge de Torres con “El León de Francia”, o locutores famosos como Ricardo Galván y el Negro César Benítez, estrellas radiales de los tiempos en que la televisión daba sus primeros pasos y pocos tenía los aparatos receptores. “No me quiero olvidar de don Luis Perriere, que en ocasiones relataba la obra que se estaba presentando para una mejor comprensión de los presentes”, rememora.
Los bancos de madera y las sillas traídas de las casas vecinas se alineaban frente a la improvisada tarima completando ese espacio comunitario tan especial.
El declive inevitable
Ninguna historia está libre del paso del tiempo. Desde fines de los años sesenta, la zona comenzó a despoblarse. Muchos jóvenes emigraron hacia Paraná u otras ciudades en busca de estudio y trabajo. El camino de tierra, antes arteria principal, fue perdiendo protagonismo frente a proyectos viales que unieron a Paraná con Villa Urquiza por otros trazados.

En 1987 llegó el asfalto, conectando la región con los centros urbanos. Lo que para los vecinos significaba progreso, para el almacén fue el principio del fin. Ya no era imprescindible hacer las compras allí: los supermercados de la ciudad ofrecían variedad y mejores precios.
El almacén resistió con dignidad hasta 2007. Para entonces, Don Darío estaba solo al frente, enfrentando no solo el cansancio de los años, sino también la inseguridad creciente. Un asalto y los problemas de salud le fueron restando fuerzas. Sin embargo, hasta el último día el bar siguió recibiendo a los parroquianos, aunque ya no fueran a comprar, sino simplemente a visitar al viejo almacenero.
“Ellos se mudaron a Villa Urquiza y el almacén cerró definitivamente. Poco después papá falleció”, cuenta Daniel. Con él se apagó una época, aunque no así la memoria.
Memorias que resisten al tiempo
Pasaron casi 20 años desde que las puertas del almacén de La Balsa cerraron y Daniel Welschen lo resume en dos palabras: “La sensación es de orgullo y tristeza, porque el almacén fue un espacio de vida y un centro de identidad para toda la zona. Tristeza porque ya no existe, salvo en los recuerdos de quienes lo vivieron”.
Hoy, la construcción todavía se levanta, silenciosa y solemne, como guardiana de un tiempo que ya no volverá. La crónica de aquel viejo boliche, con su patio de baldosas gastadas, el aljibe y el molino que fue testigo de bailes y puestas teatrales, intenta rescatar la esquina que fue referencia social para cientos de familias del campo. Por eso esta historia busca mantener viva la memoria: a través de testimonios y fotografías, como parte del patrimonio intangible de la Entre Ríos rural. Aún quedan mojones en esos boliches que siguen resistiendo con sus puertas abiertas, con mostradores donde se sirve una copa al atardecer y donde se juega un truco como excusa para frenar el vértigo del tiempo, compartir una picada y festejar la vida.
Guido Emilio Ruberto / Campo en Acción
Esta crónica se realizó con el aporte de Mario Zonzoni Pross, que facilitó fotografías de la época (a través de su portal Villa Urquiza de antaño), una entrevista a don Darío Welschen realizada por Oscar Alloatti para el programa de Luis Landriscina, y el testimonio de Daniel Welschen.
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