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Descubriendo Entre Ríos

Almacén y bar El Espinillo: testimonio vivo del alma rural entrerriana

26/07/2025 07:39 hs

Tres postes de ñandubay —torcidos, firmes, curtidos por el tiempo— sostienen el alero rústico que da sombra a la entrada de una de esas construcciones que parecen detenidas en el tiempo. Pintado sobre la pared blanca y rugosa, con letras rojas y pulso firme, se lee: “Almacén y Bar El Espinillo”. No es un nombre cualquiera. El espinillo es más que un árbol para Entre Ríos: es símbolo, identidad, flor y raíz. En su humilde homenaje, este boliche rural conserva también algo de esa esencia: sobriedad, resistencia y floración permanente en medio de la aridez.

Ubicado en el distrito Sauce, en el corazón del departamento Nogoyá, el almacén es una parada habitual para quienes transitan los caminos de tierra que serpentean entre campos, montes bajos y alambrados largos. Cuando la lluvia escasea, estos senderos se vuelven polvorientos y resquebrajados, desdibujando huellas y distancias. Y cuando llueve demasiado, se transforman en pantanos interminables que ponen a prueba al más baqueano. Así es el campo: extremo y generoso, imprevisible y entrañable.

A poco más de dos mil metros se encuentra otro almacén con historia, el “San José”, de la familia Julián, ubicado en Colonia La Llave. Entre uno y otro, se traza una red invisible de servicios, afectos y encuentros que sostiene la vida rural dispersa, donde cada familia está a varios kilómetros de la siguiente y el almacén no es solo un lugar donde se compra: es donde se conversa, se espera, se comparte y se recuerda.

El Espinillo fue fundado en 1985 por don Luis Sanito Blanco, y desde hace casi una década está a cargo de su hija, Ángela Teresa Blanco, quien con dedicación silenciosa y constancia lo ha mantenido de pie. “Mi papá lo tenía como despacho de bebidas. Muy pocas cosas. Después que él falleció, lo fui arreglando y empecé a traer más productos. Todo lo que la gente me pide, trato de tenerlo”, cuenta Ángela, mientras se apoya detrás del mostrador de madera gastada, bajo un techo de chapa sostenido por tirantes gruesos y retorcidos.

Adentro, el almacén conserva ese aire de época: una vieja balanza de platillos, un mueble vitrina lleno de frascos y golosinas, garrafas de gas apoyadas en el rincón, y un pequeño televisor en la pared violeta que aporta algo de compañía. En las estanterías se apilan botellas, paquetes de fideos, yerba, arroz, jabón, aceite, pañales, harina, vino y galletitas. Hay de todo un poco, porque como dice Ángela, “acá queda poca gente, pero se trabaja bien. Mientras tenga salud, voy a seguir”.

El almacén se adapta a las necesidades de la gente que aún resiste en el campo. Pan, frutas de estación, productos de limpieza, bebidas, carne, agua en bidones, hasta artículos de higiene femenina: cada cosa cumple una función vital. Y si bien la tradicional libreta —esa extensión de la confianza— ya casi no se usa por los vaivenes económicos, todavía sobrevive en casos contados. “Es difícil tener libreta con lo que sube todo cada día”, dice Ángela con simpleza y realismo.

En medio del silencio rural, el almacén también guarda pequeños rituales. A veces, cuando cae la tarde y la siesta empieza a aflojar —esa siesta entrerriana tan sagrada, tan intocable entre el almuerzo y las cuatro o cinco de la tarde—, se juntan algunos vecinos a jugar un truco, compartir una cerveza o tomar un whisky con gaseosa. Son encuentros espontáneos, sin horario ni prisa, donde el tiempo parece tomar otro ritmo.

La siesta, de hecho, marca el pulso de la vida diaria en estos parajes. En pleno verano, cuando el calor es un bochorno, el pueblo rural se detiene. Se cierran las persianas, se apagan motores, se corre la cortina del almacén y todo entra en una pausa. Es el momento del descanso, una suerte de meditación zen a la entrerriana. Solo las chicharras alteradas con su canto insobornable y el crujir de las chapas recuerdan que el día sigue su curso. Pasadas las cinco, el almacén vuelve a abrirse al mundo, con su dueña lista para recibir a quien necesite algo, aunque más no sea una charla.

Y aunque las nuevas generaciones emigran a las ciudades, buscando oportunidades, sea estudio o trabajo, el almacén queda como un mojón de identidad. “Mis hijas están casadas, viven afuera. Y mi marido no es de atender, le gusta más estar del otro lado del mostrador”, dice Ángela, con humor y orgullo. Ella lo conocía todo desde chica, ayudaba a su papá y aprendió el oficio con naturalidad. Hoy es la única que sostiene este rincón de memoria viva.

El valor turístico de lugares como El Espinillo radica justamente en eso: en su autenticidad, en su capacidad para contarnos cómo fue, cómo es, y cómo resiste la vida rural entrerriana. No se trata de postales preparadas ni de decorado pintoresco, sino de vivencias reales. Este almacén podría ser parte de una ruta de turismo rural cultural, un punto de interés para quienes buscan conocer la provincia desde su gente, sus costumbres y su historia cotidiana. Un objetivo modesto que impulsamos desde estás crónicas almaceneras.

Caminar hasta su puerta, sentarse bajo la sombra del ñandubay, escuchar el relato de Ángela y ver pasar el día con calma, es un modo de conectarse con otra Argentina: la que vive al margen de las urgencias, pero no del trabajo. La que conserva con orgullo el nombre de un árbol nativo para bautizar un comercio, y la que aún resiste al olvido con la fuerza callada de quienes aman el lugar donde nacieron.

En un mundo que cambia a velocidad vertiginosa, El Espinillo se mantiene como un faro para los navegantes, pero en el plano rural. No hay wifi, pero hay conversación. No hay delivery, pero hay compromiso. Y en cada producto que se vende, en cada cliente que llega, en cada truco que se juega, se sigue escribiendo —sin estridencias— una historia que vale la pena contar. Guido Emilio Ruberto / Campo en Acción

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