
Michael Phipps fue un norteamericano, aventurero y millonario, curiosamente tan amante de la naturaleza como del dinero que en 1969 vio una oportunidad y la tomó: se lanzó a construir un polo productivo y turístico en el delta del sur entrerriano; donde él pudiera ser amo y señor. Ese plan sólo era viable encerrando en un dique un área inmensa, exactamente de 23.479 hectáreas, dentro de las islas Lechiguanas. Cualquier guionista más o menos despierto puede hallar en el entramado de la relación de este gringo y las islas un buen manojo de ideas para escribir una serie dominada por la intriga, corrupción política y negocios. Sucede que compró los terrenos e hizo la obra a lo grande; el gobierno peronista de 1973 se las expropió y él se murió poco después; el gobierno de la dictadura entregó las islas a un grupo de empresarios amigos, se sembró todo lo imaginable dentro de un páramo rodeado de agua hasta que la inundación tapó todo; el menemismo se las vendió a un precio ridículo a Victorio Américo Gualtieri, el zar de las obras públicas del conurbano bonaerense, y luego todo quedó en la nada. En medio hay denuncias de invasión imperialista, inversiones locas y descontroladas, y quemas de pastizales de tal tamaño que llevaron el humo hasta el microcentro porteño.
El proyecto de inversión en Lechiguanas se inició en los años de la década de 1960. Fue mutando, alterándose, cambiando de inversores más o menos decentes pero nunca se materializó. Con el tiempo la sociedad comprendió lo esencial de la preservación de los humedales y cada iniciativa destinada a modificarlo fue recogiendo distintos niveles de oposición, en especial de actores sociales. A la clase política le costó un poco más comprender que represar un área del Delta es un atentado al ambiente. Sin embargo se dieron diversos usos de la tierra con pérdidas de biodiversidad. Hoy en día resulta descabellado sólo pensar en un desarrollo de infraestructura. Sin embargo, la sucesión de incendios en islas dan cuenta de lo lejos que aún está el país de tener una conciencia ambiental acorde a las necesidades de su pueblo.
A finales de julio de 2020 las últimas noticias indican que el Estado entrerriano va ganando juicios por la tenencia de la tierra. El plan es recuperar suelos en los que no se sabe lo que se hace y por los que nadie paga un peso y ya tiene unas 50.000. Pero las islas de Gualtieri aún son propiedad de la firma que controla. La intención oficial es, al parecer, poner en caja de una vez por todas la administración de un territorio inexplorado por el Estado.
Lechiguanas se forma por un conglomerado de islas que ocupan 217.723 hectáreas de suelo inundable y escasamente apto para labores agropecuarias, a excepción de lotes privilegiados para forestar. Para tener un punto de comparación y valorar la envergadura del emprendimiento basta decir que Entre Ríos cuenta sobre el río Paraná con cerca de un millón y medio de hectáreas de islas bajo su jurisdicción. En el sector sur, justo enfrente de la ciudad de Ibicuy, el norteamericano compró 32.000 hectáreas y allí invirtió en recursos humanos y maquinarias para, entre 1970 y 1973, construir un dique de 62.835 metros de longitud que abrazó a las 23.479 hectáreas. El objetivo era impedir el ingreso de las aguas del Paraná, proteger el área de inundaciones para convertirlas en “un vergel”. La obra transformó el paisaje: dentro del endicado instaló tres bombas capaces de extraer 16.300 metros cuadrados de agua por hora, abrió 14 canales secundarios paralelos y separados entre sí por 1.500 metros, zanjeó lotes para permitir el paso de agua, construyó caminos y pistas de aterrizaje, habilitó muelles y campamentos con pretensiones de ser algún día pequeños poblados. Trabajaron no menos de 300 personas en la realización de aquel proyecto y datos, siempre extraoficiales pero aportados por expertos en infraestructura y producción rural, permiten estimar que se gastaron entre 3 y 5 millones de dólares de entonces.
Plantaciones forestales, cultivos tradicionales, algún lote de hacienda para engorde fueron los primeros ensayos productivos. El plan fue crear un territorio infranqueable entre las aguas del inmenso río. Operarios de aquel tiempo contaron que Phipps era un hombre de mal talante y que hacía cosas raras como navegar desnudo a bordo de un pequeño yate. Hoy en día tal conducta es apenas un apunte al margen, pero en aquellos años no era para cualquiera eso de navegar en cueros entre canales llenos de gente trabajando. Lo hicieron quedar como una suerte de contrafigura de un filme de la mítica Coca Sarli. Sucedió en un área en la que hoy sólo hay desolación.
El proyecto se fue literalmente al agua cuando el gobierno constitucional de 1973 expropió las tierras de Phipps. El hombre parece haber estado en la época equivocada o no había cerrado todos los acuerdos políticos necesarios. Hizo negocios con la dictadura del general Agustín Lanusse y las autoridades de la democracia no creían en la honorabilidad de la operación, en consecuencia se las expropiaron y lo sindicaron como imperialista. El asunto tuvo sus 15 minutos de fama en los medios de comunicación nacionales y la sesión legislativa de Entre Ríos que trató la expropiación hasta mereció la cobertura del diario Noticias, medio controlado por la agrupación Montoneros, la más grande organización política juvenil de aquel tiempo.
La obra quedó paralizada, nada más se hizo en materia de inversiones, negocios o iniciativas productivas. Y el estadounidense regresó a su país, donde murió meses más tarde. Un informe de Campo en Acción publicado por El Diario de Paraná en su edición del 25 de enero de 1997 da cuenta de que el endicado y desarrollo productivo y turístico se paralizaron por la desaparición del contrato original, la muerte del propietario al que se le expropió y las inundaciones de 1973, que taparon todo, quizá por una falla de los desagotes o porque nadie estuvo allí para operar las defensas. Nunca se sabrá. Fin de la primera temporada.
Segunda temporada, la dictadura
La dictadura dejó el manejo de la sucesión en manos de un grupo empresario llamado Reynal que retomó el control de la zona por buenos oficios de los genocidas que ocuparon el poder en el país tras el golpe de 1976. Al grupo Reynal se lo relacionó con el King Ranch, la mayor explotación agropecuaria de Estados Unidos y quizá del mundo, con una extensión de más de 3.300 kilómetros cuadrados, lo que abonó la idea de que en Lechiguanas se imponía un plan del imperio. El grupo Reynal, funcionando bajo la figura de la firma Lechiguanas SA, Comercial, Agropecuaria y Constructora accedió a la titularidad de 20.232 hectáreas dentro del endicado, y los sucesores de Michael Phipps a otras 8.000, pero fuera de él. El Estado se quedó con 5.100 hectáreas, casi todas dentro del sector protegido. La operación se formalizó con la firma del Decreto 1714 fechado el 24 de mayo de 1978, en plena dictadura.
Tras cartón, consigna aquella nota de Campo en Acción, el Grupo Reynal vendió todas las islas que pudo y se conformó un consorcio de 14 dueños. Se retomaron las obras, se reparó el dique dañado por las crecientes entre 1973 y 1977 y florecieron prácticas agrícolas impensadas en la zona. Cultivos de maíz, forestación, ganadería intensiva, pastizales naturales y algún ensayo girasolero fueron los principales intentos para reactivar el páramo. El plan se mantuvo hasta la tremenda inundación de 1982, que otra vez tapó todo de agua. Técnicos que realizaron un relevamiento de los daños indicaron en su informe: «Hemos constatado la destrucción total de los campamentos. El deterioro de los muelles, las pistas de aterrizaje y las bombas principales y secundarias no sirvieron para más nada”. El lugar quedó así hasta los años 90, cuando otro empresario cercano al poder de turno vio una oportunidad de hacer dinero en una zona del Delta distante a 173 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires.
Las sucesivas crecientes que fueron de 1982 a 1984 asfixiaron la mitad de las salicáceas, en especial los álamos, en cambio sobrevivieron los sauces que crecían en el lugar. Los campos se cubrieron de agua, solo persistieron algunos albardones naturales altos y obviamente la mayor parte de la traza del dique. El daño se generó con la rotura del terraplén sobre el arroyo Curupí, que en 1977 se había abierto para desagote. Los técnicos calificaron esa abertura como el acelerador del desastre. En pocos días las 23.479 hectáreas quedaron bajo agua e inoperables. La inundación pudo con las inversiones de Phipps y los negocios de los militares emparentados al Grupo Reynal. Había llegado el tiempo de los negocios con zapatos de charol y corbatas de seda. Fin de la segunda temporada.
Tercera temporada, el menemismo
Con el arribo del menemismo aparece en escena, en 1991, el empresario Victorio Américo Gualtieri, quien compró en remate judicial 44.940 hectáreas de los establecimientos La Elvira SA y Lechiguanas SA, firmas residuales del grupo Reynal. Descripto por medios porteños, tal el caso del diario La Nación, como «El Yabrán de Duhalde, la revista Veintiuno había revelado que Gualtieri pasó de un patrimonio de 3 millones de pesos en 1992 a otro de 196 millones seis años más tarde, es decir lo multiplicó 65 veces, «gracias a los negocios que anudó con el duhaldismo». Cuando compró Lechiguanas SA era un pequeño empresario de la construcción y hacia el final del gobierno de Carlos Menem lo señalaban como el contratista más importante de obras públicas del país. Acopió causas judiciales y en 2014 fue condenado a dos años de prisión por el delito de “obtención fraudulenta de beneficios fiscales”.
Pero en el paisaje rural Gualtieri pasó más o menos inadvertido y no volvió a dar motivo para ser noticia hasta que las quemas de pastizales en las islas llegaron a la ciudad de Buenos Aires, en 2008, y el fenómeno que tan a maltraer tiene a Rosario desde hace décadas impactó duro entre los porteños. Una nota del diario Página 12 precisa al respecto que «mientras los barbijos hacían furor en la peatonal Florida, donde llegaron a cotizarse a 5 pesos, como si fueran paraguas en un día de chaparrón, el ministro de Interior Florencio Randazzo denunció penalmente a 160 dueños de las tierras en llamas ubicadas en las provincias de Buenos Aires y Entre Ríos». Las autoridades dieron carácter de intencional a las quemas y se radicó la denuncia ante la Unidad Fiscal de Investigaciones en Materia Ambiental. El diario especificó en otro tamo de la nota que al tope de la lista estaba con 20.000 hectáreas la empresa Dalger, del expresidente del Banco Central Pedro Pou, y con 11.000 Deltagro, de Victorio Gualtieri. Curiosamente, o no tanto en realidad, a Pou y Gualtieri los une la vocación por emprender diques en zonas de islas y campos bajos. El antiguo banquero debió barajar y dar de vuelta ante la insistencia de los reclamos referidos al daño ambiental de sus obras en el sur de la provincia. Gualtieri ni se interesó por emprender el proyecto de desarrollo que había anunciado para la zona. En rigor, en 1995 la Legislatura entrerriana acabó por poner en venta aquellas 5.100 hectáreas con las que se había quedado en tiempos de la dictadura por el envión de un plan de inversión encarnado por Gualtieri y del que el Estado provincial acababa por ser socio a partir de la propiedad de la tierra. No querían saber nada de gastar plata en un dique e intentaron venderlas. A nadie le interesó la operación de compraventa más que a Gualtieri, quien se las quedó por menos de 85 dólares la hectárea, una bicoca en aquellos los tiempos de la convertibilidad, y más si se calcula que compró a 0,085 centavos de dólar el metro. Uno a uno fueron vendiendo el resto de los propietarios. Y una vez que Gualtieri se hizo de todo empezó la nada. Nunca se concretó el plan de inversión y tampoco se presentó al menos un bosquejo de evaluación de impacto ambiental. Eso sí, el ganado siguió entrando cuando el río lo permitía y las quemas se multiplicaban invierno tras invierno.
El final está abierto.
Fuente: Suma Política, autor: René Fonseca
Envía tu comentario