En el corazón de Colonia Nueva, muy cerca de Villa Urquiza, el almacén de la familia Restano es una referencia que parece resistir al paso del tiempo. La fachada, gastada por los vientos del campo y el sol de los veranos entrerrianos, guarda en sus paredes el eco de un siglo. Se podría decir que es un lugar importante en la memoria y en la historia de esta comarca donde muchos de los caminos nos conducen hacia el cercano río Paraná.
Allí, entre estantes de madera, botellas muy añejas y viejos cajones de mercadería, Zulma Restano lleva adelante una tradición familiar que empezó mucho antes de que ella naciera, cuando la colonia aún respiraba el aire esperanzado de los inmigrantes que llegaron con el sueño de sembrar futuro en estas tierras.
“Esto siempre fue almacén”, dice Zulma, con esa mezcla de orgullo y nostalgia que se dibuja en las palabras cuando el recuerdo se hace presente. Su voz parece recorrer los años y detenerse en una época donde el boliche era el centro de la vida social. Los hombres llegaban al atardecer después del trabajo, dejaban los caballos atados a la sombra, se sacudían el polvo del camino y se sentaban alrededor de la mesa a jugar al truco o al chinchón. “Hasta muy tarde en la noche se quedaban —recuerda—. Uno jugaba, otro charlaba, siempre había algo que contar”.
La historia del almacén de los Restano se pierde en el tiempo. “El local pertenecía a un señor Muani, fue el primer propietario. Nadie sabe con certeza el año en que se levantó la construcción, aunque todo indica que fue a comienzos del siglo pasado” nos señala. En 1960, más o menos, el padre de Zulma compró la propiedad y continuó la tradición. “Mi papá acopiaba huevos y los llevaba a Rosario o a Buenos Aires en camión —cuenta—. Había mucho trabajo, mucha gente. Era una colonia viva, llena de familias que vivían del campo”.
Militares e inmigrantes
El camino hoy tiene pavimento, pero hay que imaginarse aquellos campos en tiempos de la Primera Colonia Agrícola Militar, creada el primer día de septiembre de 1853 por orden del General Justo José de Urquiza, y bajo el nombre de “Las Conchas”. Sus primeros habitantes fueron hombres que militaron junto al vencedor de Caseros en varias de sus campañas guerreras. El encargado de iniciar el núcleo poblacional fue Don Manuel de Clemente, quien convocó a militares que pretendían dedicarse a la agricultura, y a tal fin definió un parcelamiento provisorio de las tierras y logró la habilitación de un puerto.
En 1855 se hace cargo de la Colonia “Las Conchas” el comandante militar del departamento Paraná, Coronel Doroteo Salazar, quien llega con un importante grupo de inmigrantes dando inicio a la etapa de radicación efectiva. Es importante destacar que estos nuevos pobladores provenían de diferentes naciones: Alemania, País Vasco, Suiza, Francia, y llegaban para dedicarse a la agricultura y la ganadería.
Colonia Nueva, como hoy la conocemos, fue parte de esa iniciativa bajo el impulso de Urquiza, con aquellos inmigrantes que cruzaron el Atlántico y encontraron en esta zona de suaves lomadas y arboledas su lugar definitivo. Los campos eran labrados y los almacenes eran el pulso de la comunidad. “En el almacén se conseguía de todo: azúcar suelta, fideos, alpargatas, hilo, botas de goma, y hasta repuestos para molinos de viento o sulkys. La gente traía sus bolsas de arpillera, o de lienzo —dice Zulma—, y mi papá pesaba todo en esos cajones que todavía tengo guardados. Era otro tiempo, más lento, más humano”.
El almacén no era solo un sitio de intercambio comercial; era también un lugar de encuentro. Allí se celebraban victorias futboleras —su padre y su hermano habían formado un equipo local—, se contaban anécdotas de campo, se discutía de política o del clima, y se compartía la copa después de la jornada. “Tenían la mesa grande, y más tarde llegó una mesa de billar. Siempre había alguien jugando o cebando mate. Acá la vida pasaba entre charla y charla, entre trabajo y descanso.”
Pero el tiempo, inevitablemente, trajo sus cambios. Cuando en los años noventa aparecieron los supermercados y las camionetas empezaron a llevar a la gente hasta Paraná, el viejo almacén comenzó a sentir la soledad de los nuevos hábitos. “Hasta 1992, cuando muere mi papá, todavía era un almacén importante —dice Zulma—. Pero después, con los supermercados, esto empezó a decaer. La gente ya no compraba acá, se iba a la ciudad.”
Durante un tiempo, el boliche cerró sus puertas. Parecía que su historia llegaba al final. Sin embargo, la memoria tiene maneras misteriosas de volver. “Fue mi mamá la que me pidió que lo abriera otra vez —cuenta Zulma—. Ella ya era grande, tenía ochenta años, y me decía: ‘yo quiero el boliche, quiero el boliche abierto’. Así que empecé de nuevo, despacito, más por cariño que por negocio”.
Hoy, en el almacén Restano, el pasado convive con el presente. En los estantes se pueden ver los frascos de dulces caseros y los tomates triturados de la marca familiar “Sabrositos”, elaborados allí mismo con el toque propio de lo hecho a mano, con tiempo y con historia. También el aroma a pan recién horneado (de una panadería de la zona), se mezcla con la esencia de la madera vieja de los estantes y el perfume de las flores del espinillo.
Zulma atiende junto a su hija Fernanda. Entre las dos mantienen en pie la tradición, con esa calma serena de quienes entienden que cada frasco, cada etiqueta, cada objeto guardado tiene un alma. “Nosotros tenemos el almacén, no el supermercado —dice—. Acá la gente pide, no se sirve sola. Es almacén, como antes”. En su voz hay una mezcla de confianza y ternura. Quizás porque sabe que, en este rincón del mundo, todavía resiste una forma de vida que en otros lugares se fue apagando.
El sol cae sobre los campos de Colonia Nueva, y el almacén se tiñe de luz dorada. Afuera, el canto de las chicharras anuncia la siesta, y adentro el tiempo parece haberse detenido. La mesa de billar ya no está, pero queda la otra, la de las charlas y los mates, la que guarda las marcas de los vasos y las risas. En una esquina, las copas ganadas por aquel equipo de fútbol familiar relucen con un brillo tenue, como si todavía esperaran el próximo partido.
Cada rincón del viejo boliche de los Restano habla de un pasado que no se ha ido del todo. En las paredes viven las voces de los vecinos, en los frascos el color de los duraznos y los tomates, y en la sonrisa de Zulma el eco de una vida dedicada a sostener lo que vale. Su historia no es solo la de una familia, sino la de toda una comunidad que encontró en estos almacenes rurales un espacio de encuentro, de comercio y de afecto.
Hoy, cuando las rutas conducen a los visitantes hacia los pueblos turísticos del Paraná, el almacén Restano es una parada para quienes valoran el patrimonio rural entrerriano. No solo por su antigüedad o su arquitectura sencilla, sino porque en él pervive un modo de ser: la cordialidad, la conversación, la confianza. Es un testimonio del espíritu de las colonias agrícolas y del trabajo de generaciones que hicieron de esta tierra un hogar.
Zulma lo sabe. Por eso, mientras acomoda con cuidado los frascos de dulce en los estantes, sonríe y dice bajito: “Mientras haya alguien que entre a comprar, el boliche va a seguir”. Y en esa frase, sencilla y luminosa, parece encerrar todo el sentido de su vida y de su historia: una casa abierta, el sabor a pan, el rumor del campo y la certeza de que hay memorias que, aunque el tiempo pase, nunca se apagan.
Guido Emilio Ruberto / Campo en Acción
Fotos propias, de la familia Restano y publicadas por Google.
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