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DESCUBRÍ ENTRE RÍOS

Bar Manolo, un corazón que late en Gilbert

Si pasa por Gilbert, visite este lugar. Una forma de resistir al olvido
Si pasa por Gilbert, visite este lugar. Una forma de resistir al olvido
20/09/2025 18:05 hs

Es la siesta remolona en Gilbert, donde la vida transcurre en modo manso como en tantos otros lugares de Entre Ríos, provincia bendita que todavía respira al ritmo del campo, para bien o para mal. Por las calles tranquilas, de tierra y silencio, asoma la silueta de una casa centenaria de ladrillo visto: allí funciona el Bar Manolo, un lugar que no es solo un bar, ni únicamente un viejo boliche de pueblo. Es, sobre todo, un refugio de memorias, de encuentros y de costumbres que persisten a pesar del paso del tiempo.

El edificio, levantado hace más de cien años, conserva la impronta de esas construcciones que resistieron al clima, a los cambios y a los olvidos. Una puerta de madera gastada, el letrero sencillo y el muro firme en arenilla son testigos de generaciones que cruzaron ese umbral. Joaquín Arrúa, actual dueño, se encarga de mantener viva la herencia de su padre, Manolo, fallecido hace algunos años. El nombre del bar no es un recurso comercial, es un homenaje: cada copa que se sirve, cada truco que se canta, cada brindis que se comparte lleva en el aire el recuerdo de ese hombre que supo sostener el boliche durante medio siglo.

El pueblo y sus raíces

Gilbert es un pueblo agrícola-ganadero al que se llega por la ruta provincial N° 20. La mayoría de sus habitantes trabaja la tierra, cuida hacienda o vive de la actividad rural. Alguna vez, el ferrocarril marcó la vida económica de la zona. Los trenes cargaban granos, bajaban pasajeros, traían novedades. La localidad nace a partir del afincamiento de pequeños productores de campo alrededor de la estación de tren a partir de la instalación del ramal ferroviario General Urquiza. El nombre de Gilbert se impuso por decreto el 21 de enero de 1890 en homenaje a Torcuato Gilbert, ministro del gobernador Clemente Basavilbaso, en cuyo mandato (1887-1891) se habilitó la estación en el kilómetro 78.950 del ramal Gualeguaychú-Basavilbaso.

Hoy, aunque las vías estén oxidadas y solo pasen trenes de carga, su recuerdo sigue latiendo. “Acá la gente es tranquila”, dice Joaquín, y esa simple definición resume la esencia de una comunidad donde todos se conocen, donde las puertas no siempre necesitan llave, donde cada año se realiza la “Fiesta del Reencuentro” a la que concurren los que están y los que se fueron lejos y extrañan, y donde un bar se convierte en centro de reunión, casi como una extensión de la casa de cada vecino.

En sus orígenes, el lugar era un “almacén completito”, como lo describe Joaquín. Un sitio donde se podía encontrar de todo: desde la bolsa de harina hasta la vela necesaria en los cortes de luz, desde un paquete de yerba hasta un frasco de dulce de leche. Como tantos almacenes rurales, el boliche era el punto de encuentro del barrio, el espacio que proveía lo indispensable y, a la vez, el que alimentaba las charlas interminables. Con el tiempo, la modernidad trajo los autoservicios y la lógica del consumo cambió. Pero “lo de Manolo” se mantuvo en pie, reconvertido en bar, conservando ese espíritu para la “juntada” que ninguna góndola puede reemplazar.

Sabores que convocan

Entrar al Bar Manolo es dejarse envolver por un aire tranquilo, de tradición y calma chicha. “Nos gusta juntarnos con los amigos a comer un asado, un guiso o lo que pinte” nos dice Joaquín, describiendo el último encuentro donde el fogón instalado dentro del bar fue testigo de un estofado de pollo con arroz. Suficiente detalle para que se nos haga agua la boca, percibir el aroma a comida casera en estas paredes descascaradas, los platos circulando de mano en mano sobre la mesa larga de madera curtida, ese tablón que se extiende en cada reunión en el único salón del boliche.

La vida es una sola, o como dicen los budistas, es el “aquí y ahora”. Los guisos humeantes, asados en una parrilla en el piso, empanadas jugosas: cada receta es un guiño a la cocina de las madres y abuelas del campo. Un vino tinto y la cerveza bien fría se asocian a las comidas. Antes, recuerda Joaquín, los parroquianos “pedían ginebra Bols o anís Ocho Hermanos; hoy el fernet, el Gancia y la cerveza” dominan la escena. Cambian las modas, pero el ritual de compartir un trago sigue siendo el mismo.

El truco, una pasión diaria

Si algo distingue al Bar Manolo es jugar al truco, esa pasión argentina como tomar mate. Todas las tardes, sin excepción, se arma la mesa, se barajan las cartas y empieza el juego. Hay risas, discusiones, chicanas amistosas. La apuesta puede ser por fichas, por un cordero o por la simple satisfacción de ganar la mano. “Toditos los días jugamos al truco”, dice el bolichero mientras la gata que lo acompaña circula muy pancha. Es su casa. Y es que el truco no es solo un entretenimiento: es una tradición que mantiene vivo el espíritu de camaradería, que reafirma los lazos entre vecinos y que transmite de generación en generación una forma muy entrerriana de disfrutar el tiempo.

El legado de Manolo

La figura de Manolo, el padre, sobrevuela cada rincón. Fue él quien sostuvo el almacén durante casi seis décadas, quien atendió a los vecinos, quien supo ser anfitrión de tantas noches largas. Joaquín conserva recuerdos de su niñez detrás del mostrador, mirando con ojos de asombro aquel mundo adulto que se tejía entre copas y conversaciones. “De chico me imaginaba ser bolichero”, confiesa. Hoy, ya convertido en dueño, sabe que está cumpliendo ese destino. A veces se arrepiente de algunas reformas que hizo al edificio, deseando haber dejado todo tal cual estaba en tiempos de su padre, pero al mismo tiempo entiende que mantener vivo el lugar, abierto y lleno de gente, es el verdadero homenaje.

Las paredes gastadas, el techo alto, las botellas alineadas en la estantería, los cuadros con escenas camperas: todo construye un ambiente que mezcla nostalgia y vitalidad. El bar es rústico, sencillo, pero cargado de autenticidad. La estructura centenaria guarda su propio relato. “Los cimientos son de arenilla, las paredes de ladrillo macizo”, nos cuenta Joaquín. Quedan puertas y marcos de madera que resisten desde hace décadas: cada detalle habla de una época en la que las casas se levantaban para durar. La fachada, con sus marcas de humedad y sus grietas, transmite memoria más que deterioro. Frente a la puerta, un árbol ofrece sombra y compañía, mientras algún perro del barrio se echa en la vereda como parte inseparable del paisaje. Al atardecer, la luz se filtra entre las ramas y tiñe de dorado los ladrillos, como si la propia naturaleza reconociera el valor patrimonial de este edificio.

El presente y lo que viene

Hoy, el Bar Manolo sigue siendo un “punto de encuentro en Gilbert”. Cumpleaños, reuniones, asados, sobremesas eternas: una parte de la vida social ocurre allí. En un mundo que empuja hacia la virtualidad, este boliche se sostiene en lo esencial: el cara a cara, la charla sin apuro, la risa compartida. Joaquín sabe que no es fácil mantenerlo, pero también sabe que la gente del pueblo lo necesita. Porque un bar como este no es solo un negocio: es memoria viva, es patrimonio afectivo, es identidad.

Quizás, dentro de muchos años, alguien vuelva a mirar esas paredes y recuerde no solo a Manolo y a Joaquín, sino también a todos los que alguna vez se sentaron a la mesa a jugar al truco, a brindar por la vida o a saborear un guiso bien criollo. Tal vez ese sea el verdadero valor de lugares como este: recordarnos que la historia no siempre se escribe en los libros, sino en las charlas de sobremesa, en los brindis sinceros, en las cartas de truco que marcan el pulso de la amistad.

Por eso, si pasa por Gilbert, visite este lugar: es una forma de estar juntos, de resistir al olvido, de celebrar la vida sencilla y profunda de los pueblos entrerrianos. No se va a arrepentir.

Guido Emilio Ruberto / Campo en Acción

Fotos propias y del perfil de Instagram del bar.

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