Asfalto, ripio y kilómetros de tierra, muchas palmeras caranday conviviendo con algarrobos, espinillos o el duro ñandubay, y todos peleando contra la acacia invasora. Son las fotos en sepia que vamos viendo luego de recorrer un tramo de la primitiva ruta 10 -la vía principal que unía la capital provincial con el centro de Entre Ríos-, desviando por un camino hasta llegar al almacén y bar que honra al beato mapuche Namuncurá. Un nombre oficial – San Ceferino- para un centenario boliche al que todos conocen como “Lo de Pocholo”. Aquí nos encontramos.
Estamos en “El Segundo”, tierra bien adentro en el departamento Paraná. Alguien podría decir que el bar y almacén fundado por Mario Ramírez hace más de cien años, queda “donde el diablo perdió el poncho”, y tendríamos que darle cierta razón luego de la marcha, casi una peregrinación, hasta llegar. Pero vaya que vale la pena este lugar que ha sido testigo presencial de mucha población y una ruralidad intensa, donde la tracción a sangre (sulky, carro, charré o a caballo nomás) eran los medios para trasladarse por caminos que se volvían imposibles con las primeras lluvias, y en el que los almacenes de ramos generales cumplían un rol esencial en las vidas de hombres y mujeres dedicados a laborear la tierra.
Argentino Ovidio Toso y Yolanda Cabral, la “Yoli” y el “Pocholo” para todas y todos en el pago chico tomaron la posta en el lejanísimo 1968, dedicándose a comerciar y sostener para los tiempos este auténtico corazón donde late el campo y sus tradiciones. “El Segundo”, zona ganadera por naturaleza y agrícola por imposición, donde los arroyos Moreira y Burgos ofician de mojones naturales y establecen en el mapa los límites de los departamentos Paraná y Villaguay.
“La electricidad llegó hace treinta años, no hace tanto”, arranca “Pocholo” Toso, hijo de almaceneros e instalado hace más de medio siglo en el mismo lugar, mientras compartimos una gaseosa fresca bajo un sauce que es una sombrilla natural y benevolente en esta tarde de calor que nos envuelve. “Donde estacionaron la camioneta se ataban los caballos, hasta cien sabía haber” recuerda el hombre, mientras saluda a Graciela, una vecina que necesita comprar yerba, que llega junto a don Carrizo, trabajador rural que hace un alto en las tareas para el ritual de la tardecita en el bar, una buena excusa para la inevitable charla sobre la extensa sequía que hace estragos como nunca se vio.
Don Carrizo anda en una chata, una Ford de los años ’80, con un tanque que lleva agua para el ganado, nos cuenta. Llenar los bebederos se transformó en la prioridad por estos días, junto con los rezos para que se cumplan los pronósticos meteorológicos y vuelva a llover.
“Da tristeza pasar por el Burgos”, cuenta Carrizo. El arroyo, famoso por su caudal, se secó totalmente por primera vez desde que se tengan registros, por la prolongada falta de lluvias de los últimos tiempos, que transformó en páramos a los campos y provocó la muerte de muchos animales por la falta de agua. “Si será intensa la ‘seca’ que hasta los carpinchos que andan por el arroyo se acercan a las casas buscando algo de agua, nunca visto”, agrega “Pocholo”.
La escuela de todos
A unos cien metros se puede ver la escuela nacional San José de Calasanz, donde hoy pocos alumnos concurren y, nos dicen, algunos vienen desde la ciudad de María Grande junto a los docentes que dan clases por aquí. “Hermosos bailes se hacían en la escuela, mucha gente” recuerda nostálgico el productor y empresario agropecuario Darío Brondi, nacido en Estación Sosa y conocedor como pocos de cada rincón de la comarca, de sus bares y almacenes, sapiencia que comparte generoso y nos permite esta visita.
La Escuela fue y es una referencia, con un imponente edificio, pero con pocos, muy pocos alumnos. “Son un puñado las familias que quedan, serán cuatro o cinco nomás” nos dirá “Yoli”, que invitó a Graciela, la vecina, a compartir la conversación. Compañera inseparable de “Pocholo” en una aventura que ya lleva 55 años detrás del mostrador de San Ceferino, entronizado en una foto que oficia de simbólico altar y mirando hacia el salón del boliche que se mantiene intacto desde hace un siglo, bajo el techo de paja cubierto por chapas para defenderse del clima.
“El almacén está tal cual, casi nada se ha tocado” nos cuentan. El sitio atesora esa pátina que vemos en viejos despachos de bebida y ramos generales entrerrianos que vamos visitando, abiertos aún como una expresión casi amorosa de sus propietarios que eligieron vivir allí y sostener estos baluartes de la identidad rural de la provincia. Y hay lo indispensable y algo más: yerba, harina, fideos, aceites, elementos de limpieza y un buen surtido de alpargatas completan un sector de las estanterías. Se ven también una interesante oferta de bebidas espirituosas para mantener el hábito de la copa de cada día, junto con afiches que expresan la pasión por el equipo Xeneise, un viejo cartel que anuncia al chamamecero “Monchito” Merlo, y la foto de Ceferino, el santo mapuche con su mirada perdida, inocente de la controversia actual sobre si su pueblo de pertenencia fue originario o no.
El viejo camino Paraná – Villaguay
Cuenta la historia que ya por 1783 se registra este camino obligado entre La Bajada (actual Paraná) y la zona en donde hoy está Villaguay. Estamos hablando de la ruta 10. “Las picadas y sendas de sus montes fueron constantemente cruzadas por galeras que hacían el transporte de pasajeros y encomiendas entre las dos ciudades” se indica.
Volvamos al boliche en El Segundo. “Antes viajaba a Villaguay a comprar las provisiones, las botas de don Pedro Mendieta – un reconocido artesano botero ya fallecido-, cinchas y recado para la caballada y otras cosas necesarias para tanta gente que vivía por acá” expresa “Pocholo” Toso, señalando “había carnicerías debajo de cada algarrobo. Se mataba un animal y lo carneaban”. Dos líneas de colectivos, una de ellas la empresa San Vicente, pasaban por este camino perdido de la Entre Ríos profunda para comunicar a quienes tenían necesidad de salir, o de volver.
“Teníamos cancha de bochas y se iluminaban en la noche con faroles a kerosene. Era el entretenimiento de todos en el campo, si hasta cancha de fútbol había” memora Yoli. Nada queda de aquella rica historia, sí algunos recuerdos imborrables. “Todos andaban con el facón en la cintura y algunos hasta con un revólver. Por ahí se armaba lío, así que pusimos un cartel donde el que entraba al boliche tenía que entregar las armas hasta que se fuera” subraya Yoli sobre la medida de seguridad. Otros tiempos, sin dudas. Hoy solo una mesa para jugar al pool, protegida por un mantel, se presenta como distracción para la escasa paisanada.
¿Siguen eligiendo la vida en el campo? Una pregunta final para pensar, los dos. “Pocholo” casi que no tiene dudas, aunque reflexiona en voz alta sobre “algunas cosas que tiene la ciudad, necesarias a determinada edad”. Para Yoli el único inconveniente serán siempre esas temporadas de lluvias que todo lo complican e impiden salir. “Pero salvo eso, yo elijo el campo para vivir, siempre”.
El sol se va retirando y se imponen los saludos de rigor, con la promesa de un cordero a la parrilla para celebrar los encuentros y la vida misma.
Ahí queda el almacén San Ceferino, en el Distrito María Grande 2da., a unos 10 kilómetros de la ruta 127 - a la altura de Alcaraz-, y a otros tantos de la ruta provincial 10, con sus puertas abiertas hace 100 largos años y cumpliendo con aquel precepto fundacional: estar al servicio de la familia rural. Si se anima a llegar encontrará un boliche que tiene alma, y en ese mostrador de madera pintada de verde tómese una copa, que viene con “yapa”: la charla y amistad de “Pocholo” Toso y “Yoli” Cabral, algo que en la inmensa soledad del campo vale y mucho. ¡Salud!
Guido Emilio Ruberto / Campo en Acción